Coketown (…) constituía el triunfo
del realismo (…)
Era
una ciudad de ladrillo rojo, es decir, de ladrillo que habría sido rojo si el
humo y la ceniza se lo hubiesen consentido; como no era así, la ciudad tenía un
extraño color rojinegro, parecido al que usan los salvajes para embadurnarse la
cara. Era una ciudad de máquinas y de altas chimeneas, por las que salían
interminables serpientes de humo que no acababan nunca de desenroscarse, a
pesar de salir y salir sin interrupción.
Pasaban
por la ciudad un negro canal y un río de aguas teñidas de púrpura maloliente;
tenía también grandes bloques de edificios llenos de ventanas, y en cuyo
interior resonaba todo el día un continuo traqueteo y temblor yen el que el
émbolo de la máquina de vapor subía y bajaba con monotonía, lo mismo que la
cabeza de un elefante enloquecido de melancolía. Contenía la ciudad varias
calles anchas, todas muy parecidas, además de muchas calles estrechas que se
parecían entre sí todavía más que las grandes; estaban habitadas por gentes que
también se parecían entre sí, que entraban y salían de sus casas a idénticas
horas, levantando en el suelo idénticos ruidos de pasos, que se encaminaban
hacia idéntica ocupación y para las que cada día era idéntico al de ayer y al
de mañana y cada año era una repetición del anterior y del siguiente.
Capítulo V: “Tiempos
difíciles” de Charles Dickens
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